No es fácil escuchar a la mina que te querés coger decir (repetir, más bien) que es lesbiana. Pero nos conocíamos hacía meses por chat, y realmente la quería, más allá de un (ahora im)posible encuentro sexual. Por eso creo no haber mentido, le dije que estaba todo bien, que ya sabía que a ella los tipos no le gustaban, y que nos podíamos divertir lo mismo. De todas maneras había un pedazo de mí que se resistía a la idea, que seguía queriendo estar con ella, y que seguía trabajando, a veces conscientemente, a veces no, en la idea de vencer su prejuicio.
Obviamente ese día no pasó nada, fuimos a caminar por los lagos de Palermo, a pelotudear por la orilla del río, y no mucho más. Unos cuantos kilómetros caminados y conversados, sintetizando tanto tiempo en el cual las ideas eran escritas, borradas, vueltas a escribir; tiempo en el cual algunos datos eran googleados para no reconocer ciertos baches en nuestra formación. Pero ahí estábamos, frente a frente, en un atardecer hermoso, y yo me iba a quedar con las ganas de un beso, y de muchas cosas más.
Al otro día nos dimos cuenta que esa salida no era el final de nada, sino el principio. Muy temprano ya estábamos hablando de lo que nos dolían los pies, de lo boludos que fuimos por caminar tanto, y así seguimos durante todo el día. Estuvimos de acuerdo en que la próxima salida iba a ser mucho más sedentaria, y que iba a incluir cantidades industriales de comida.
Cada uno disfrutaba mucho del otro, y yo hacía todo lo posible para ir sembrando semillas de aceptación en su cabeza. Muchas noches, cerveza de por medio, yo sostenía la postura de que para el amor no hay etiquetas, y que negarse a estar con una persona porque no encaja en una categoría es ridículo. Blancos que no se juntaban con negras, o Montescos con Capuletos, la historia estaba llena de ejemplos a los que podía echar mano. Sumaba victorias en el terreno de las ideas, pero ahí quedaban, en la cabeza. Cabeza que encima estaba llena de cotidianeidad con la que alimentaba unas fantasías cada vez más definidas.
Yo me puse de novio con una chica, y así la relación que teníamos terminó siendo una «infidelidad casta». A veces me escondía en el baño para terminar una discusión sobre cualquier cosa, siempre más pendiente de ella que de mi novia. Por supuesto que esto hizo que mi relación se desgaste más rápido de lo habitual. La seguía viendo, seguía compartiendo cosas con ella, y me seguía maravillando de sus reacciones (a veces injustificadamente). Para muestra baste un botón: un día le ofrecí una manzana, y ella se puso a comerla sin limpiarla. Luego de mi reto me dijo: «Bueno, para algo tengo sistema inmunológico, no?». Y eso, que hubiese podido pasar como algo más en cualquier otra persona, en ella fue genial, y me dejó sonriendo un rato largo.
No quiero seguir extendiendo este relato, así que saltemos más o menos seis meses hacia adelante y vayamos a la noche que lo cambia todo. Esa noche estábamos en casa mirando una película, habíamos tomado un poco, y ella estaba particularmente cariñosa. Como tantas otras veces, le hice caricias en el pelo, atrás de las orejas, en el cuello. Como tantas otras veces intenté calentarla con ese contacto. La diferencia fue que ese día funcionó. Recuerdo el momento exacto de la película en el cual se dio vuelta y cuando ya estaba acercándome para darle un beso me dijo: «No fui del todo sincera con vos, pero sé que me vas a entender».
Para ese momento yo tenía una calentura como un caballo, le hubiese dicho cualquier cosa para seguir, pero ahora, pensándolo en frío, sé que no mentí cuando le dije que diga lo que diga la iba a entender. Lo que menos me imaginaba era lo que vendría a continuación. No importa cuanto tiempo pase, sigo escuchando esas palabras en mi cabeza:
«En realidad, quería decirte que si nunca quise que estuviésemos juntos era porque, si, me gustan las chicas, pero hay otra razón que nunca pude decirte, y es que en realidad, digamos, solamente soy mujer en mi cabeza, mi... bueno, mi «cuerpo» es de hombre, nací hombre».
Nunca se me bajó tan rápido una erección. Nunca había estado así de confundido. Kübler-Ross hubiese estado orgullosa, sin moverme y sin sacarle los ojos de encima pasé de no creerle, dado que la había visto en bikini, a estar enojado por la mentira, a negociar que las personas somos antes que nada eso, personas, a deprimirme hasta sentir que los huesos se me hacían polvo, y finalmente entender que debía ser una carga muy grande para ella todo lo que pasó en ese tiempo. Pero seguía sin moverme, ahora la veía llorar, y seguía sin poder hacer nada.
Me encantaría terminar ahora una historia de aceptación y superación de los prejuicios diciendo que en ese momento la abracé y la llevé de la mano a la habitación, pero no es así. Y todos esos argumentos que yo había ido elaborando, y metiendo en las conversaciones, chocaban con una pared, las etiquetas me importaban (me importan, me siguen importando aún hoy). Ella entendió mi silencio, entendió lo que me estaba pasando por la cabeza. Agarró sus cosas y se fue. Me dejó completamente. Ya no volvimos a hablar por chat, ni salimos más a comer, ni tuvimos ningún tipo de contacto. Si bien la extrañaba como amiga, me parecía cruel llamarla. Había sido un hipócrita sin saberlo(¿sin saberlo?) todo el tiempo que estuve convenciéndola.
Para el epílogo saltemos de nuevo, esta vez un año entero. Ya estaba acostumbrado a vivir sin su (omni)presencia, a no necesitar esas discusiones para terminar de entenderme, cuando de casualidad me la crucé. Venía caminando por la vereda, mandando un mensaje cuando me la choqué. Ella se me había parado adelante y me miraba, sonriendo. De nuevo se me desmoronó todo, me temblaron las piernas, se me secó la garganta. De nuevo mirarla y no poder reaccionar.
Ella se acercó, y me dijo al oído: «lo peor de todo es que nunca vas a saber si fui sincera, o sólo estaba probándote para saber si eras consecuente. Por ahí si ese día hubieses decidido estar conmigo sin que te importen las etiquetas, hubieses estado con la chica que querías. O no, por ahí ésta es mi manera de vengarme de un tipo que una noche no me aceptó como lo que soy, viví con esa duda».
Historias. Cuentos. Anécdotas ajenas contadas como propias. Recuerdos deformados por la distancia.
martes, 12 de enero de 2016
miércoles, 8 de julio de 2015
Esperar
Hay momentos en la vida donde no podes hacer otra cosa más que esperar, donde lo mejor y lo peor que podes hacer es mirar el techo, porque no hay otra cosa. Porque te rompieron todo, porque estás tirado en una camilla esperando la siguiente vez en que aparezca una voz fuera de cuadro a charlar.
A charlar no, en realidad a hablar. Charla sería si pudiese contestar, pero no puedo. Me falta la fuerza o las ganas para inflar el pecho un poquito más, para mover los labios, la lengua, todas partes de un cuerpo que en este momento está roto. Porque me rompieron todo. Y me rompieron con tanta mala leche que me acuerdo cada cosa que pasó, golpe por golpe. Diría que me acuerdo hasta el último detalle, pero no hay detalles en lo que me hicieron, sino salvajada.
Incluso eso deja de ser importante después de un tiempo, al menos por un tiempo. Algo había leído de las fases del duelo, eso de la negación, angustia, la ira, la negociación, la aceptación. Por ahí me falta alguna, pero es lo mismo. Hasta donde sé, eso sirve para velar a otro. Seguro cambia cuando uno se está velando a uno mismo, o al menos yo lo vivo diferente. Yo sé que lo que va a salir de acá (si es que salgo, cuando salga) ya no voy a ser ese yo que tengo en los recuerdos, ese que caminaba, que tenía brazos, piernas, cara. Ese que era acción.
En este momento soy algo quieto. Me tuvieron que poner esqueleto por afuera porque los huesos de adentro no sirven, están todos rotos. Estoy todo roto. Y en esta quietud impuesta trato de concentrarme en creer que esos pedacitos se van a volver a juntar. Esperar, crecer desde adentro, aguantar, soportar. Creer.
Ahora mi tiempo ya no es de días, de semanas, de horas, sino de escuchar a la enfermera cambiar la bolsa, a sentir el beso frío del calmante que me saca el dolor del cuerpo. Cuando se va el dolor no queda nada. No hay frío, ni calor, ni hambre, ningún deseo. Pero para eso me tengo que quedar bien quieto. No duro mucho, porque al mínimo movimiento de más al respirar viene una nueva puntada, un nuevo dolor, un nuevo movimiento que por pequeño que sea lleva a más dolor. Y nuevamente a esperar a la enfermera para repetir el ciclo.
Cada cuatro enfermeras aparece La Voz. Debe ser un doctor con cara de sueño, pero como no lo veo por mí puede ser Dios. Debe ser una especie de Dios, porque lo único que hace es hablarme de El Tratamiento, de La Cura, del Más Allá (él lo llama El Alta, pero para mí es un mensaje en código). A veces me cuenta también cosas de la ronda, o me dice que se va a quedar un poco más conmigo porque el hijo está insoportable.
No se da cuenta lo mucho que lo aborrezco, lo poco que me importa su vida miserable, sus dilemas de opereta que trata de hacer pasar por grandes problemas existenciales. Le está contando a uno que está roto por adentro lo poco que soporta a la mujer, o lo mucho que le gustaría viajar a París por las vacaciones. Pero por suerte se va, llevándose esos grandes problemas y dejándome a mí con los míos.
¿Qué seré cuando salga de acá? entiendo que no voy a estar para siempre encerrado en esta coraza, que en algún momento voy a volver a moverme, voy a salir, voy a volver a caminar, voy a ser uno más, con más o menos cicatrices, pero uno más. Voy a volver a fundirme en la sociedad, a tener los mismos problemas que Dios, y angustiarme por no saber si este es el mejor momento para comprar otro auto. Si es así, prefiero seguir acá.
Por ahora, espero, hay momentos en la vida en los que no se puede hacer otra cosa.
domingo, 8 de marzo de 2015
Despedida
Duele todo. Duele saber que ante ciertas cosas no hay nada que pueda hacerse. Duele ver que hay límites que sólo pueden cruzarse en un sentido. Que hay cosas que no tienen vuelta atrás. Que la vida es efímera, y que la supervivencia como especie importa una mierda cuando están sacando de la morgue a una persona que vos querías. O querés. Ese es el problema, seguir queriendo a una persona que no está más.
Y ahí se mete la idea de que uno siempre está solo. Aunque tenga amigos, aunque tenga novia, aunque tenga perro, o gato, o una oveja. En los momentos verdaderamente difíciles uno está solo. Y la gente que se te acerca para levantarte el ánimo por lo general dice cosas horribles. Nadie acompaña a nadie en el sentimiento, nadie lo siente como uno, nadie entiende lo que pasa cuando estás arreglando con el de la funeraria el precio del cajón en el que vas a guardar lo que antes era un ser querido. Aunque también lo hayan vivido, aunque te digan que saben en carne propia que la vida sigue, y que uno a la larga vuelve a reírse, a disfrutar una película, incluso a recordar con una sonrisa en la cara esas cosas que dejan atrás los que se fueron.
Otra idea, uno está velando un pedazo de nada. Tomando café, contando la parte graciosa de la vida de esa persona que está ahí, abajo de ese pedazo de madera, porque no se pudo arreglar el cuerpo, y es preferible velarlo a cajón cerrado, con una foto enmarcada sobre el cajón, para que la gente siempre recuerde esa sonrisa. La gente va pasando, va saludando, pero todo transcurre como en un sueño, o como si uno estuviera flotando en una sopa tibia. Hasta el quiebre.
Porque todos en algún momento nos quebramos. Todos lloramos. Todos sentimos ese vértigo terrible de no saber como volver a respirar con ese dolor que nos agarra desde adentro, que nos va comiendo y carcomiendo, y reventando el pecho con un dolor que nos tira para abajo, y que no podemos dejar. Caída libre a un abismo de sufrimiento, de pena, de llanto. Hasta que viene alguien no tan cercano y uno se recompone un poco, se limpia la cara, los mocos, trata de mostrarse entero, fuerte, y atiende algún detalle de último momento, como la cantidad de autos que se necesitan de la cochería.
El cansancio de una noche de llanto, y el sol que empieza a secar el rocío, y los pajaritos, los mosquitos, las viejas que van de madrugada al cementerio, toda la fauna que rodea un momento raro, del polvo venimos y al polvo vamos, aunque uno no sea creyente, aunque sea por las señoras mayores de la familia, uno deja que un cura, un rabino, un monje, digan esas pavadas del último adiós, mientras ese abismo metafórico es un abismo real, excavado en la tierra húmeda, 5 metros de profundidad, paredes parejas. Hay más vida en los insectos que van asomándose por la tierra de lo que uno siente que tiene.
Los empleados tienen la orden de no acercar el camión de tierra hasta que no se haya ido el último familiar. Es un poco bruto el método que tienen para llenar el pozo, y lo esconden haciendo la mímica de tirar a paladas un metrito de tierra que dejaron ahí, teatral, parte de la puesta en escena. Uno no quiere joder, así que se hace el que se va, pega una vuelta, y se sienta atrás de la capilla, lejos de la mirada de quienes trabajan ahí. Y el sonido del camión acercándose marcha atrás, con un pitido que avisa que se está moviendo, que está tirando la tierra. Que está ahora si enterrando algo que solía ser alguien.
Uno se queda ahí, pensando que si tuviese el vicio del tabaco, es un excelente momento para prender un pucho. Más teatralidad. Una calada larga, y quedarse mirando la brasa, con el humo adentro, pensando, recordando. Pero uno no fuma, o lo dejó, o se olvidó el encendedor en algún lado, y no fuma, solo piensa y recuerda, y extraña, y hace fuerza para seguir respirando, para encontrar algún sentido a levantarse, a salir de ahí, a seguir viviendo.
Y en ese momento te das cuenta que de alguna manera hay que seguir. No sabés cómo, no sabés si te va a salir, ni si va a importar, pero sabes que tenés que levantarte, tenés que seguir, tenes que volver a sonreír. Como un guiño al que se fue, como un homenaje, como una forma de hacer que valga la pena. Levantás la vista y ves que así como vos te quedaste despidiéndote, otros se quedaron esperándote. Que no estás tan solo.
Sin darte cuenta, sonreís sinceramente, por primera vez desde que se fue.
miércoles, 25 de febrero de 2015
Leña
Cuando estás arriba, todos te quieren bajar, es así. Pero vos los miras desde arriba, y no te importa. Porque el que está arriba, ya ganó. Tiene a la piba, la guita, los amigos. Tiene todo eso que quieren los otros, los que están abajo. Los giles. Los que entrenaron menos, los que salían a bailar, los que no tenían una pegada de burro, un hachazo. Es fácil estar arriba, todos te quieren, elegís la pelea, el lugar, las condiciones.
Y vos, aunque estés arriba, seguís entrenando, no sos tan tonto como todos esos que estuvieron arriba antes que vos. Porque si el Torito hubiese seguido entrenando, nunca le hubieses ganado. Pero se achanchó, le empezó a gustar el escabio, las minas, la noche. Vos no, vos a la noche dormís, no te descuidás nunca, comes sano, y a las cinco de la mañana arriba, vuelta a empezar.
Sos invencible, sos el rey del mundo, el campeón. Pero entonces te empieza a pasar a vos también. Un resfrío que dura un par de días. Un dolor en el dedo gordo al ponerte los guantes. Y las rodillas, antes de que llueva. Y todo el cuerpo después de entrenar. Se están volviendo mejores los sparrings, hay que tener cuidado. Cada día están un poquito más rápidos. Cada día se filtran más golpes.
Desgaste. Desgaste en los huesos, en los músculos. Las ganas siguen igual. ¿Las ganas siguen igual? No sé si las mismas ganas, pero las cosas están así, y no hay nada que podamos cambiar. Todo te va empujando, te va comiendo por adentro. Ya ni te acordás qué gusto tiene la cerveza. No podes distraerte. Ser el mejor, pegar más, pegar más fuerte, que te peguen menos. Que la fiesta sea para vos, pero la cuenta sea para el otro.
Pero nadie dura para siempre, y nadie te avisa de dónde va a salir la piña que te mande a la lona, que te saque la corona, la piba, los amigos, el esponsor, la piba, los autos, la corona, los amigos, la salud, la piba, todo. No es perder, es saber que a partir de ese momento sos el ex, eso es lo que te destruye. Algunos, por respeto, te van a seguir diciendo campeón, pero la corona la tiene otro. Uno nunca sabe de donde viene la piña, y eso es lo terrible. Y la cuenta.
Uno Es raro, aunque no sea la primera vez que estás Dos en la lona, es novedoso eso de mirar para arriba. No se ve Tres al público, no se ve al árbitro, no se ve al rival, no se ve Cuatro nada más que unas luces arriba. Cinco Y escucha todo desde lejos, como apagado, como si tuviese las orejas abajo Seis del agua. Todo apagado, todo como Siete en un sueño. Pero si te mandan a la lona no te están durmiendo, Ocho te están despertando. A partir de ese momento Nueve solo queda despertar.
Diez.
Diez.
Casandra y Apolo
Apolo quería poseer a Casandra.
Casandra quería saber.
Apolo ofreció clarividencia a cambio de sexo.
Casandra aceptó.
Apolo otorgó el poder.
Casandra empezó a ver el futuro.
Apolo quiso cobrar la deuda.
Casandra se negó. (¿acaso no vio lo que pasaría?)
Apolo escupió a Casandra en la boca.
Casandra no perdió su poder, pero ya nadie le creyó.
Apolo se fue a buscar otras historias.
Casandra vivió siempre atormentada, podía ver el futuro, podía ver venir las catástrofes, pero no podía transmitir lo que veía. Era al pedo, nadie le creía.
Casandra quería saber.
Apolo ofreció clarividencia a cambio de sexo.
Casandra aceptó.
Apolo otorgó el poder.
Casandra empezó a ver el futuro.
Apolo quiso cobrar la deuda.
Casandra se negó. (¿acaso no vio lo que pasaría?)
Apolo escupió a Casandra en la boca.
Casandra no perdió su poder, pero ya nadie le creyó.
Apolo se fue a buscar otras historias.
Casandra vivió siempre atormentada, podía ver el futuro, podía ver venir las catástrofes, pero no podía transmitir lo que veía. Era al pedo, nadie le creía.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)