miércoles, 30 de julio de 2014

Un adiós

Ayer murió Fulgencio. No es algo raro, si se tiene en cuenta que ya tenía noventa y cinco años. Pero ese hombre era el último de un grupo de amigos entre los que estaba mi abuelo. Era el más grande de ese grupo, por varios años, pero uno a uno fue sobreviviendo a sus amigos. El agarraba la bicicleta y a la tarde se iba a visitar a alguno. Y con cada vez que se ponía su traje de gala, ese que reservaba para las ocasiones importantes, e iba a ver como uno de sus amigos volvía a la tierra, menos opciones tenía.

Al final, iba a visitar al geriátrico al único amigo que le quedaba vivo, y le contaba una y otra vez las mismas historias. El amigo, José, ya no lo reconocía, o lo confundía con gente de un pasado más lejano, pero más brillante. A Fulgencio no le importaba, y seguía saliendo todas las tardes, con la bici, andando despacio. Seguía entrando mal escondida la botella de aguardiente que él mismo destilaba, para convidarle una copita al amigo. Seguía charlando solo, con ese amigo que no lo escuchaba. 

Nunca fue al cementerio, calculo que porque prefería recordar a los amigos vivos, en las cosas cotidianas. Por eso cuando el último amigo se fue, dejó de andar en bicicleta. Ya no tenía nada por lo que salir, ya no tenía excusa para soportar el dolor en las rodillas, en la cintura. Pero siguió saliendo a la puerta, a piropear a las viejas, a charlar con los pibes, a mirar pasar el día. 

Cuando ya no pudo ni salir a la puerta, una hija se lo llevó a vivir con ella. Así vivió varios años más, siendo el último testigo de quien sabe cuantos recuerdos compartidos con tipos que ya no estaban. Se la pasaba contando historias, anécdotas, chistes. A veces se ponía pesado, pero nunca perdió la cabeza, nunca estuvo gagá. Estaba orgulloso de todavía darse cuenta cuando debía ir al baño.

Al final, una infección chiquita lo fue apagando de a poco. Ya no tenía fuerza para seguir. Una de las últimas cosas que pidió fue volver por un día a su casa, a la casa donde había vivido tantos años de alegrías y tristezas. Pero no se pudo, la casa estaba alquilada, el viejo muy inestable, la hija muy ocupada. Una de las últimas cosas que hizo fue llamar a mi abuela, y decirle que la consideraba una amiga, por lo bien que siempre había cuidado a mi abuelo. 

Murió en la casa, tranquilo. Y cuando me enteré de su muerte me puse a pensar en la cantidad de recuerdos, en la cantidad de charlas, en la cantidad de cosas que se habían apagado junto con él. Fue el fin de un grupo de amigos, fue el fin de una era, chiquita, que no va a salir en ningún libro de historia. 

Ayer mi abuelo se alejó un poco más. 

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