miércoles, 27 de abril de 2016

Mancha

Empezó con una mancha, chiquita, en el brazo derecho, en el hueso que sobresale de la muñeca. Un centímetro de piel estaba un poquito más rosada. Casi no se notaba, ni dolía, ni picaba, ni nada, así que no le presté mucha atención. Nunca fui muy perseguida con esas cosas. Hasta me olvidé de ella.

Unas semanas después, mientras me bañaba, la volví a ver. Estaba un poco más oscura, un poco más visible. No estoy segura, pero creo que incluso estaba un poco más grande. Seguía sin doler, pero empezó a preocuparme. Dejé de usar pulseras, por si era algún tipo de alergia, pero eso no mejoró en nada. Día a día podía ver como esa mancha iba creciendo, iba haciéndose más oscura.

En un principio, me maquillaba el brazo, le ponía un poco de base, y con eso y manteniendo el brazo pegado al cuerpo, me sentía segura. Al ir empeorando, empecé a usar remeras de manga larga. No quería que nadie me vea esa mancha, así que también dejé de ir a piletas, dejé de jugar al volley. Además, no quería que un pelotazo, el cloro, o el sol empeoraran la situación.

Probé varias cosas intentando que se vaya: lavarme con agua y jabón, pasarme alcohol, no hacer nada, dentífrico, rasparla con las uñas, frotarla con aceite. A veces, parecía que algo funcionaba, que la mancha empezaba a desaparecer. Y yo volvía a soñar con las musculosas (me gustan mucho las musculosas). Pero la mancha siempre volvía, y parecía crecer más rápido después de esos períodos de atenuarse, de achicarse.

Algunas semanas, era solo del tamaño de una moneda, rosada, y otras, era una gran mancha oscura desde la palma de la mano hasta el codo. Esas semanas usaba guantes. No pegaba bien con mi forma de vestir, así que empecé a usar jeans, zapatillas, buzos grandes. Todo para que a nadie le llamen la atención los guantes.

Empecé a pensar en ir al médico, esa mancha era algo malo, me daba cuenta. Pero me daba miedo que el médico me cuestione:
¿Por qué no viniste antes?
¿Por qué lo escondiste?
¿Dónde estuviste metiendo el brazo?
Me aterraba verme en esa situación, examinada, cuestionada, expuesta. Mejor esconderse, y mientras tanto seguir intentando que la mancha se aclare, se achique, se vaya.

Llegó un momento en el que, aunque la mancha esté poco visible, me dejaba los guantes puestos. Me daba miedo que alguien pudiese notar algo. Sola, en mi casa, me sacaba los guantes y me pintaba las uñas. Me encantaba pintarme las uñas, me hacía uñas francesas, o me pintaba una uña de cada color. Siempre terminaba llorando, era lo peor de todo, las uñas, el color, los guantes.

Me volví rara, no salía, no reía, no disfrutaba nada. Mis amigas, mi familia, todos se fueron alejando. Esto, que en otro momento hubiese sido algo terrible para mí, fue un alivio. Es mucho más fácil esconderte si nadie te busca.

No quiero aburrir a nadie contando detalles, la historia siguió igual por siete meses que se sintieron muchos más. Tenía mucha práctica, ya sabía que hacer, que decir, como rechazar las invitaciones que, de todas formas, nadie me hacía.

Un día toda esta situación cambió, cambió mucho. No sé cuanto tiempo me estuvo siguiendo esa chica por la calle, ni me acuerdo cuales fueron sus palabras exactas. Si puedo decir que cuando se acercó, y me habló, mis ganas eran de irme corriendo, pero algo en sus ojos hizo que acepte el café. Invitaba ella.

Ya en el café, me empezó a hablar de la mancha, de como seguramente había empezado a crecer, de como desaparecía, o se esfumaba por momentos, para luego volver más fuerte. Me habló de las mangas largas y de los guantes. Me sentí desnuda frente a ella, más desnuda que si me hubiese sacado la ropa. No necesitaba hacerlo, claramente me conocía.

Me enojé, le grité que quién era para meterse en mi vida, que la mancha estaba bien, que yo podía controlarla, o esconderla. Que nadie tiene derecho a decirle a una persona como tiene que vivir su vida. Incluso la insulté, fui terriblemente agresiva, le dije las peores cosas que sabía decir. Incluso inventé algunas nuevas.

Ella seguía sentada, mirándome. Ni sonreía, ni se enojaba, ni nada. Me miraba, y no hacía nada más. Cuando me cansé de gritarle, me di vuelta para irme, pero me llamó. No levantó la voz, no estaba enojada, pero tampoco había compasión en la voz. Creo que fue eso lo que me hizo volver a mirarla.

Sentada en la mesa, había levantado su brazo para mostrarme una cicatriz enorme, como de quemadura, que iba desde la punta de su dedo meñique hasta el codo. No lo había notado antes. Me acerqué de nuevo, me senté (me dejé caer) en la silla y, agarrándola de las manos, lloré.

Por primera vez en casi un año, aunque la mancha seguía estando, no me sentía sola. 

1 comentario :

  1. Te felicito Emilio. No hay sutileza mayor que la que esconden y exhiben a la vez tus palabras en este relato desgarrador. Simples comentarios que uno no piensa o no siente y se pueden vivir a través de lo que contás.

    Ojalá cambie algunas vidas leer una realidad que no es tan ajena a todos y de viste tantas mangas largas.

    Abrazo.

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