martes, 24 de diciembre de 2013

Regalos

No sé si las dedicatorias van antes o después, ni me importa mucho. Este cuento es mi humildísimo regalo a una gran escritora, y a una mina del carajo, Monserrat. Se llama regalos, y empieza así:



Hay una tienda, en algún lugar de Balvanera, especializada en vender regalos. Nada misterioso, nada escondido, ya desde su nombre anuncia, sin rodeos, en unas horribles letras blancas en un toldo bordó:

REGALOS


Las vidrieras de este lugar están llenas de relojes, adornos, libros, muñecos, pelotas, portarretratos, anillos, aros, llaveros, cámaras de fotos, herramientas, plumas, y cuanta chuchería uno pudiera apilar en una vidriera.

Si uno sobrevive a esa vidriera, totalmente cargada de cosas, y se decide a entrar, se va a dar cuenta que el estilo de la vidriera se repite adentro. Vitrinas repletas, exhibidores con muñecas de porcelana colgando, autos de colección, animales en madera, en metal, en mármol, tallados en vidrio. Verdaderos zoológicos estáticos.

La sensación, si uno se para dentro de ese lugar es de desmesura, de sobrecarga. Uno no puede posar la vista en ningún lugar sin que un ojo sin vida, o un brillo, se meta en el campo visual. Y eso, a la larga, molesta. Desmesura. Ya usé esa palabra, pero es la que mejor aplica. Donde un solo collar se hubiese lucido, en este local hay más de 200, todos enroscados, sin que se pueda apreciar la belleza de ninguno.

Bueno, todo esto que describí no es más que la fachada, la tapadera. Si uno habla con algún empleado y le comenta que está buscando un regalo para alguien, el empleado en el momento empieza una charla que nada tiene de casual, y en la que desliza preguntas, a veces más disimuladas en el marco de la conversación, a veces terriblemente violentas, mirándote a los ojos.

Luego de esa charla, que puede durar minutos, o varias horas, pero que siempre deja al posible comprador de regalos agotado, llega el momento de la espera. Ahí, lo invitan a uno a sentarse en sillones antiguos, y bastante cómodos, con mesas a los costados donde descansan miles de adornos. En ese momento, los empleados cierran el local y se meten, todos, por una puerta que apenas puede verse, entre un tapiz bordado y una armadura medieval (con todo y la espada).

Una vez que los empleados están adentro, se escuchan ruidos de muebles, tintinear de copas, telas desgarrándose, y un montón de otros ruidos, algunos de los cuales pueden incluso resultar pavorosos, o desubicados, como el ruido de una sirena de barco, un motor de lancha, o el llanto de un bebé. Luego de esa espera, que casi siempre termina cuando uno, aburrido y cansado de la situación, empieza a dormirse. Ahí, lo despiertan y lo llevan a la habitación.

A la habitación uno siempre entra solo. Y evidentemente algo raro ocurre, porque si uno pregunta a quienes salen con su regalo bajo el brazo, las opiniones varían. Muchos comentan que la habitación no tiene nada de especial, que sólo es una versión en miniatura de la tienda. Otros afirman que es una gran librería, o un galpón lleno de herramientas. Incluso hay diferencias de opinión sobre la forma y el tamaño de esa habitación. Como si no fuera la misma. Varios, al salir, se niegan a hablar, con una mirada entre aturdida y temerosa en los ojos.

Los aspirantes a poetas de Almagro, siempre estuvieron fascinados con ese lugar, y suelen pararse cerca de la puerta, y consultar a quien sale, si estuvo en la habitación, y que fue lo que vio. Algunas de las habitaciones más extrañas de las que escucharon hablar, fueron las siguientes:

Pedro Murcia, entró a comprarle un regalo a su amante, y lo único que encontró fueron retratos con las fotos de su mujer y sus hijos.

Martín Flandes, entró a comprar un regalo para su suegro, y encontró una variedad de notas de suicidio, de su puño y letra, que no recordaba haber escrito. Y todas con su propia firma estampada al final.

Marcos Tornetti, que siempre que conocía una chica iba. Para él, la habitación estaba llena de cajas cerradas, que compraba sin revisar, porque lo importante en esa transacción no era el regalo, sino el costo del mismo, estampado bien grande en un lateral.

Los aspirantes a poetas de Almagro hicieron varios experimentos, para ver si podían entender cómo funcionaba esa tienda. Así, un día entró el chueco Pires a la tienda, para comprarle un regalo a Norma, la pechugona. Lo que encontró en la habitación fueron regalos ostentosos, caros. Al rato, entró Miglietti, quien estaba real, y perdidamente enamorado de Norma. Él encontró flores, ramos de crisantemos. Miglietti sabía que esa era la flor preferida de Norma. Esa fue la mejor pista, y con ella, los aspirantes a poetas creyeron entender el funcionamiento del local. Dejaron pasar un par de horas, para que nadie sospeche, y lo mandaron al colorado Iturreta, también para comprarle algo a Norma. Lo que encontró en la habitación el colorado fue una paliza, propinada por tres de los empleados más grandotes, que entre golpe y golpe, lo previnieron, para que no ande jorobando, haciendo armar habitaciones de gusto. También creyó recordar que le dijeron algo acerca del destino y el verdadero conocimiento entre las personas, pero entre tanta patada en la oreja, es probable que eso lo haya inventado.

Pese a que cada vez se prefieren más regalos infalibles, como un celular, o un par de medias, la tienda sigue ahí, abierta a todo el mundo. Esperando. Preparada para armar habitaciones a imagen y semejanza de los clientes. Así que, si entran, no se quejen de la mugre, o la mediocridad. 

En esa habitación se encuentra lo que ya se traía de afuera.

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